marzo 12, 2010

Un padre de Sibylle Lacan

Este es un libro escrito por Sibylle Lacan, hija de Jaques Lacan, donde lejos de escribir sobre teoría psicoanalítica, hace una reseña de lo que fue su vida como la hija malquerida de su padre.
 
Primera parte

Cuando nací, mi padre ya no estaba.  Incluso podría decir que cuando fui concebida, él estaba en otra parte, no vivía verdaderamente con mi madre.  Un encuentro en el campo entre marido y mujer, en el momento en que todo había terminado, es el origen de mi nacimiento.  Fui el fruto de la desesperanza, algunos dirán del deseo, pero no lo creo.

¿Por qué entonces siento la necesidad de hablar de mi padre, si fue a mi madre a quien amé y continué amando después de su muerte, después de sus muertes?
Afirmación de mi filiación, esnobismo (soy la hija de Lacan) ¿o defensa del clan Blondin-Lacan frente al clan Bataille-Miller?

Sea lo que fuere, éramos nosotros (mi hermana ya fallecida, mi hermano mayor y yo) los únicos en llevar el apellido Lacan. Y de eso se trata.
Según mi recuerdo, no conocí a mi padre sino después de la guerra (nací a fines del año cuarenta).  No sé nada de lo que ocurrió en realidad y jamás le pregunté a mamá sobre este tema.  Probablemente él "pasaba".  Pero mi propia realidad era que sólo estaba mamá y nada más.  No había ninguna carencia, por otra parte, pues teníamos un padre, pero aparentemente los padres no estaban allí.  Mamá lo era todo para nosotros: el amor, la seguridad, la autoridad.

Una imagen de esa época que ha quedado fija en mi memoria, como una fotografía que hubiese tomado y conservado, es la silueta de mi padre en el marco de la puerta de entrada cuando nos vino a ver un jueves: inmenso, envuelto en un amplio sobretodo, ahí estaba, ya agobiado por no sé qué fatiga.  Se había instaurado una costumbre: venía a almorzar a la calle Jadin una vez por semana.
El trataba de usted a m madre y la llamaba "querida".  Mamá, cuando hablaba de él, decía "Lacan".

Ella nos había aconsejado que al llenar el cuestionario de rigor al comienzo del año escolar escribiésemos: "profesión del padre: médico".  En ese tiempo, el psicoanálisis no estaba muy lejos de la charlatanería.

Fue en Noirmoutier, lugar en el que regularmente pasábamos las vacaciones, donde lo "anormal" se deslizó en nuestra vidas.  Algunos amiguitos bien intencionados nos revelaron que nuestros padres estaban divorciados y que, por ese hecho, mamá estaba condenada al infierno (!).  No sé cuál de las dos noticias me chocó mas.  A la hora de la siesta, mi hermano y yo tuvimos un largo conciliábulo.
Transcurrían los años.  Mamá cumplía con todos los roles.  Nosotros éramos "bellos", inteligentes y aplicados en las aulas.  Estaba orgullosa de nosotros, pero esperaba que creciéramos.  Era su obsesión desde la guerra: guiarnos a los tres hasta la edad adulta.

Para nuestro cumpleaños, papá nos hacía soberbios regalos (comprendí mucho más tarde que no era él quien los elegía).
En un tiempo inmemorial, en un espacio indeterminado (aunque hace algunos años supe por mi hermano que no lo había soñado) se produjo un acontecimiento extraordinario.  La infancia, Bretaña, Thibaut, mi padre y yo.  ¿Qué hacíamos allá con mi padre?  ¿Dónde estaba mi madre?  ¿Por qué, en mi recuerdo, Caroline no estaba allí?  Visitábamos los tres un castillo.  Thibaut descendía velozmente la escalera caracol de una torre.  ¿Dónde estaba yo situada exactamente con respecto a él? ¿Y mi padre?  Pero vi esto: en una vuelta, sobre la derecha, había una abertura que daba directamente al vacío, una puerta sin reborde ni parapeto.  En su impulso de niño, Thibaut se precipitaba hacia ella.  Mi padre lo agarró de la ropa.  ¡Milagro!
Segunda escena: nos encontramos con mamá y le conté, trastornada, cómo Thibaut había estado a punto de morir.  Ni gritos, ni llantos, ni emoción manifiesta.  Mi hermano no tiene de este suceso ningún recuerdo trágico.  Mi padre jamás volvió a hablar de ello.  Mamá, que no reaccionó en el momento, tampoco mencionó mas adelante el terrible drama evitado por tan poco.

Formentera se llama la isla que elegí como segundo hogar, como lugar de vacaciones: Fort m'enterra (en homofonía con Formentera, puede traducirse aproxidadamente por: el fuerte o castillo me enterró o por  me enterró "fuerte").
La vida en la casa estaba regida por el derecho de primogenitura.  Con esto mamá reproducía lo que había vivido en su infancia (como yo, era la menor), cuestión que consideraba "normal", inevitable, imperiosa en el orden de las cosas.

En lo mas alto, estaba Caroline, cuatro años mayor que yo (sin embargo, la diferencia parecía mucho más importante).  Poseía todas las cualidades... y todos los privilegios.  Muy delgada, alta, de cabellera larga y espesa de un rubio raro en nuestra región, risueña como un Renoir (yo siempre fui la mas pequeña de mi clase, mezcla de feminidad y de marimacho), bella según todos (yo nunca fui otra cosa que "graciosa"), notablmemente dotada e inteligente (premio a la excelencia durante toda su vida, laureada en los exámenes generales, estudios superiores brillantes (yo realicé buenos estudios, pero siempre trabajosos), en una palabra, como diosa encarnada, vivía en un mundo aparte más cercano al de mamá que al nuestro.  Por "nosotros" incluyo a mi hermano y a mí, quienes fuimos "los niños" durante toda nuestra infancia.  Sin embargo, se efectuaba una división más: Thibaut no sólo tenía un año más que yo, sino que, además, era un varón (ventaja indiscutible ante los ojos de mamá, pese a las ideas que profesaba sobre la igualdad de los sexos.  Así, era natural que no hiciera su cama, que no pusiera la mesa y otros "detalles" que contrariaban profundamente mi sentido de la justicia.

Cuando a veces mi hermano y yo nos aliábamos contra nuestra hermana, quien no dudaba en casos extremos en emplear la fuerza para reinar, la situación más frecuente (la atmósfera del ambiente, si me permiten decirlo) era, a pesar de todo, la puesta en evidencia, en cada ocasión, de mi inferioridad.  La fórmula que se me imputaba (una "broma" desde luego, incluso mamá se reía de ella) era "tonta, fea y mala".  Otra era: Sibylle es todo menos ladrona (!).  Por cierto, todo esto podría haber sido muy gracioso si la "víctima" no hubiese sido siempre la misma o si una que otra vez algún cumplido o gesto de ternura hubiesen compensado este ensañamiento en rebajarme.  Aún cuando mamá reconociese que yo tenía la razón en los pleitos, jamas hacía público su veredicto para no ofender a los mayores (no pasaba así cuando era a mí a quien juzgaba en falta).

Quizá la opresión permanente que sufrí de parte de mi hermano y de mi hermana explica mi amor por la justicia y mi rebelión contra todas las humillaciones (cosas buenas en sí), ¿pero qué decir de mi necesidad excesiva de "reconocimiento" y de mi sensibilidad extrema rayana en la susceptibilidad?

Mi padre fue más lejos en su diagnóstico: un día, al presenciar estupefacto este juego cruel y destructor, intervino a mi favor y, dirigiéndose a Thibaut y a Caroline, terminó con estas palabras: "acabarán por volverla idiota".

Y si un padre sirve ante todo para eso: para hacer justicia...

Veía a mi padre a solas cuando cenábamos juntos.  Me llevaba a los grandes restaurantes y era la oportunidad para mí de saborear platos de lujo: ostras, cangrejo, postres suntuosos.  A mis ojos, el colmo de la voluptuosidad era el merengue helado.  Pero sobre todo, estaba con mi padre y me sentía bien.  Era atento, cariñoso, "respetuoso".  Al fin me sentía una persona íntegra.  Nuestra conversación se interrumpía con silencios apacibles y a veces le tomaba la mano a través de la mesa.  Nunca me hablaba de su vida privada y yo no le hacía ninguna preguna sobre el tema, ni siquiera se me ocurría hacerlo.  El llegaba de la "nada" y yo no me sorprendía en modo alguno por eso.  Lo esencial: él estaba allí.  Y yo estaba "encantada, maravillada", como decía el poeta.

Me veo, joven adolescente, como si el tiempo no existiese,  yendo a almorzar a la mesa familiar y, todavía de pie, exclamar, proclamar (nadie me lo había preguntado): "No me casaré jamás".

Ejemplar toma de palabra (en vista del lugar que se me otorgaba en la mesa), pero nunca he podido recordar qué pudo haber provocado ese grito del alma, esa declaración pública, esta piedra lanzada al arroyo tranquilo de una comida ordinaria de una familia (casi) ordinaria.

Cuando yo acababa de nacer (¿o mi madre todavía estaba encinta en mí?), mi padre le anunció alegremente a mi madre, con la crueldad de los niños felices, que iba a tener un hijo con otra.  No sé cuál fue la actitud de mi madre ni qué palabras pronunció: ¿dejó ver su sufrimiento, le hizo reproches, montó en cólera, o bien se mostró fuerte y digna, guardándose para sí el desmoronamiento interior, la impresión de haber recibido el golpe de gracia, la muerte que invade el alma?  Lo único que sé, porque mamá me lo contó, es que mi padre le dijo a guisa de conclusión: "Le devolveré ciento por uno" (!).

Mi madre, mujer recta y fiel, se encontraba sola con tres hijos pequeños en tiempos de guerra, en tiempos de ocupación, cuando se anunciaba un período de horror mundial cuyo fin era imposible de prever.

Cuando nací, mamá casi no se ocupó de mi; no me había deseado y estaba en otra parte, en su abismo personal.  ¿Puedo sentir resentimiento?  Sin embargo, pienso que mi vida entera estuvo marcada por esa llegada al mundo en soledad afectiva.

Un año después de mi nacimiento se produjo el divorcio, solicitado por mi madre.

Fue con motivo del casamiento de mi hermana mayor (tenía yo entonces diecisiete años) que me enteré de la existencia de Judith, al menos un año menor que yo.  Mamá nos la había ocultado, porque, como nos explicó, nuestro padre no se había "casado".  Así era la época.  Pero otros rencores, otros sufrimientos, debieron haber causado igualmente su silencio.  Judith, decía mi padre, quería, debía, asistir al casamiento de su hermana.  Mamá cedió.

Esta noticia me trastornó.  Tenía otra hermana y estaba impaciente por conocerla.  El futuro me reservaba bastantes desilusiones...

Mi primer encuentro con Judith me aplastó.  Ella era tan amable, tan perfecta, y yo, tan desmañada, tan torpe.  Ella era suelta y sociable, yo la campesina del Danubio (referida a la fábula de La Fontaine titulada "La campesina del Danubio").  Ella tenía el estilo de una mujer y yo todavía un aspecto infantil.  Este sentimiento duró mucho tiempo.  Después volví a encontrar a este espécimen femenino y ahora sé a qué atenerme.  Pero en esa época me sentía abrumada, culpable.  por añadidura, ella seguía el bachillerato en Letras y yo sólo estudiaba lenguas. ¡Cuántas veces me cruzó en la Sorbona aparentando no reconocerme!  Yo sufría como una mártir, sin tener todavía la lucidez necesaria para condenarla.  Dos veces pasé las vacaciones con mi padre.  La primera vez, en Saint-Tropez, la segunda, en Italia a orillas del mar, ya no recuerdo el lugar.  En Saint-Tropez también estaba Judith.  Me hizo sentir en toda mi inferioridad.  Un recuerdo alucinado es la visión de mi padre y de Judith bailando como dos enamorados en un baile popular en Ramatuelle.  Pero ¿en qué mundo había caído?  ¿Un padre no era un padre?  Vino a nuestro encuentro en Italia, después de un viaje por Grecia con sus compañeros de facultad, todos aparentemente enamorados de ella.  Varios había sido eliminados en Atenas, y los elegidos se quedaron hasta el final.  Mi padre estaba muy orgulloso de esta anécdota.  A mí no me hacía ninguna confidencia.  Ella era la reina.  ¿Acaso había visitado yo Grecia?  ¿Acaso tenía pretendientes?  Por primera vez ese verano, misteriosamente caí enferma: agotamiento general, no más deseo, no más placer, una horrorosa perturbación.  Para tranquilizarme, culpaba al calor.  Cuando volví a París, todo volvió a su lugar.


Cuando teníamos dieciseis años, dieciocho años (?), mamá nos preguntó a mi hermano y a mí, si queríamos apellidarnos Blondin.  Nos negamos por instinto.

En abril de 1962 (contaba entonces con veintiún años), caí enferma.  Todo indicaba que se trataba de una gripe y me dieron el tratamiento adecuado.  Permanecí en cama durante una semana, luego desapareció la fiebre y me declararon curada.  Pero los otros síntomas persistieron: una inmensa fatiga física (necesitaba doce horas de sueño) e intelectual.  Tenía dificultades para seguir mis cursos y más aún para recordarlos: desde que me levantaba hasta que me acostaba, me invadía la sensación de tener algodón en la cabeza.  Ya no podía leer.  Incluso el cine me dejaba desconcertada.  En suma: me faltaban energías.  Sólo me quedaba la voluntad de sanar.  Estaba convencida de que "tenía" algo.  Visité a numerosos médicos (de médicina general y especialistas) y me hicieron varios exámenes.  No me encontraron nada.  Logré, no obstante, cocluir mis estudios, como sonámbula.


Debía partir para Moscú en diciembre por un período de un año, a fin de perfeccionar mi ruso y de gozar de un año de transición, de vacaciones en cierta forma, antes de ingresar en la vida activa.  Sentía gran interés por este proyecto y mi angustia aumentaba con el correr de los meses con sólo pensar que no podría realizarlo.  


Según mi recuerdo, fue mamá quien tuvo la idea de llamar a mi padre en mi ayuda.  Se hizo una cita para tal día, a tal hora, en la calle Jadin.  Yo esperaba mucho de esta entrevista.  Si todos esos estúpidos médicos no habían podido curarme ¿quién mejor que mi padre (este eminente psicoanalista cuyo genio yo ya no ponía en duda) habría de entenderme, salvarme?  La situación era de pesadilla, en efecto, tanto más cuando que mi entorno, sin comprender nada de mis males ni de mis quejas, me hacía sospechosa de complacencia, de pereza, y por qué no, de impostura.


Me veo en el balcón a la hora acordada, acechando la llegada de mi padre.  El tiempo transcurría y no llegaba.  Mi impaciencia iba en aumento.  ¿Cómo podía retrasarse tanto en semejantes circunstancias?


La calle Jadin es lo suficientemente corta como para poder abarcarla con una mirada.  A unos metros de la casa, había un hotel por horas, discreto y frecuentado por gentes "distinguidas".  Desde mi puesto de observación, vi de repente a una mejer que salía con paso rápido del lugar.  Algunos segundos más tarde, salió a su vez un hombre.  Estupefacta, reconocí a mi padre.


¿Cómo había podido imponerme este suplicio para satisfacer primero su deseo? ¿Cómo había tenido la audacia de venir a cojer a la calle Jadin a dos pasos del domicilio de sus hijos y de su ex-mujer?  Volví a entrar en el departamento en el colmo de la indignación.

La segunda y última parte se publicará a la brevedad




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7 comentarios:

Anónimo dijo...

Gracias por esta primera entrega.
Esperaré la segunda parte.

Anónimo dijo...

Interesantísimo. Gracias por este alcance, esperamos la segunda parte!! Gracias.

Anónimo dijo...

Gracias, excelente historia. ¿Publicaran la segunda parte?

Anónimo dijo...

¿Era neurastenia lo que padecía?

Anónimo dijo...

Al que padecía era al padre.

Susana Dato dijo...

Y el padre tal vez padecía a esa hija mientras disfrutaba de otras.

Anónimo dijo...

Esperare la segunda parte. Lacan...solo un ser humano.